“Era un día de lluvia, como hoy”. Así nos empezaba a contar María San Gil lo que pasó el día 23 de enero de 1995 en el que ETA asesinó a su compañero y amigo Gregorio Ordoñez. Yo escuchaba desde la segunda fila como si fuera un relato de terror, crónica de una muerte anunciada que llega finalmente con un tiro por la espalda, cobardes. Parece una historia de miedo, pero no lo es. Esa mujer que tengo delante lo vivió, lo sintió y hoy nos lo cuenta.
A su izquierda está sentada Teresa Jiménez-Becerril que, minutos antes, nos ha contado cómo mataron a su hermano Alberto y a su cuñada, Ascensión García Ortiz. Cómo fue su madre la que tuvo que criar a sus tres nietos de nueve, siete y cuatro años desde aquel 1998.
Los alrededor de treinta jóvenes que nos reunimos en esta sala hoy nos estremecemos cuando oímos lo que las dos vivieron; el horror de ETA que no hemos sufrido en nuestras carnes, pero que a día de hoy sigue formando parte de nuestras vidas, no solo de nuestra historia.
Es un privilegio estar delante de estas dos personas, poder escuchar lo que, como jóvenes, no se nos ha contado y ver las caras de los que perdieron mucho y aún así lucharon y luchan todavía por defender la libertad, la democracia y los valores por los que habían visto morir a sus familiares, amigos y compañeros. Y es que su lucha no es la lucha del odio, de la diferencia, de la separación como sí lo es la del nacionalismo, sino la lucha por la Justicia y por una paz real que no se les ha dado aún. Es la lucha de todos.
Ellas se han referido a sí mismas como víctimas del terrorismo. Así lo he concebido yo también porque así es, nadie puede negar que lo que les han hecho las convierte en víctimas y esa palabra lleva consigo mucho peso.
Al llegar y verlas entrar me salía tratarlas con delicadeza, con pena, como si se fueran a romper, pero me equivocaba. No son testimonio de fragilidad sino de fortaleza y de memoria. Son un ejemplo para todos los que tenemos la suerte de no haber sufrido ese horror en nuestras casas pero que no podemos quedar indiferentes ante lo que pasó y pasa en nuestro país.

La realidad que me han presentado es muy diferente a la que los medios y los políticos blanquean según qué intereses. Familias rotas, miles de personas obligadas a abandonar sus casas por el miedo, escoltas, colegios con policía armada en la puerta, inhibidores, bombas, tiros, huérfanos, pésames, olvidos, cómplices en el silencio. Ochocientas cincuenta y tres familias rotas, entre las que se encuentra la de Teresa, que hoy tienen que aguantar cómo jalean al asesino de su hermano en su pueblo.
Y es que ese es el problema. Se les pregunta a las víctimas sobre el perdón, la reconciliación, el diálogo y a la vez se celebran homenajes (que hace unos años eran impensables) en honor a las personas que asesinaron a sus familias. ¿Cómo van a perdonar si nadie les ha pedido perdón? Y, aun así, ¿deberían perdonar?
Teresa responde tajante, ni puede, ni quiere, ni debe perdonar. Su misión es no olvidarlo nunca, su misión es contarlo. Citando a Primo Levi, se explica: “no es lícito olvidar, no es lícito callar. Si nosotros callamos, ¿quién hablará?”. Y lo cierto es que ahora mismo tienen el micrófono los que antes tenían las armas.
En un contexto en el que se tienen más en cuenta los intereses de los presos que las necesidades de las víctimas, en un panorama político que blanquea a los terroristas en pro de sus intereses cortoplacistas, en un contexto social en el que cada vez se equipara más a la víctima y al verdugo, ¿cómo van a perdonar? ¿por qué deberían hacerlo?
Ninguna de las dos ha hablado desde el odio o el rencor, como ha dicho María. Si odiasen a estas alturas tendrían el corazón podrido, y cualquiera que trate con ellas puede ver que no es así. Además, respetan absolutamente a otras víctimas que sí han perdonado, ya que entienden que cada uno lo lleva como mejor puede.
Ellas abogan, no por una paz vacía, basada en beneficios para unos y silencio para otros, en falsos arrepentimientos y homenajes, sino en una paz real, justa. Teresa ha dicho, con mucha razón y aplicado, creo yo, no solo al tema del terrorismo sino a muchos de los conflictos de nuestro tiempo, que la paz que no nace de la Justicia tiene pies de barro.
La paz a la que se ha llegado, que es paz porque gracias a Dios no siguen matando, no se funda sin embargo en la Justicia. Por todos los casos que aún quedan por resolver, por todas las penas que no se cumplen íntegras, por el papel que tienen en nuestra política partidos que a día de hoy no condenan la violencia y han sido brazo político de los terroristas; no hay una paz justa sino una paz vacía, frágil que hace imposible una conciliación real y reabre constantemente heridas que así no van a cerrar nunca.

Lo único que piden es Justicia, es lo que merecen y es lo que seguro conseguirán algún día. Es su misión, como ha acuñado Teresa. Ellas no eligieron lo que les pasó, como tampoco lo eligieron Gregorio Ordoñez y Alberto Jiménez-Becerril o las ochocientas cincuenta y una víctimas restantes del terror de ETA. Eso es lo que les diferencia de sus asesinos.
Todas estas personas defendían la democracia, los valores y los derechos de los que disfrutamos hoy todos y murieron por ello. María y Teresa siguen defendiéndolos, han servido y sirven a nuestro país con integridad y orgullo y son un verdadero ejemplo para todos.
Estas dos personas son testimonio de la responsabilidad que tenemos el conjunto de la sociedad española, de la misión que se nos encomienda para que nunca se olvide lo que pasó y sobre todo que nunca dejemos que vuelva a pasar. Que nos curemos del cáncer del nacionalismo antes de que llegue demasiado lejos, como ya lo está haciendo en algunos territorios de nuestro país.
A las víctimas, a Teresa y a María, no les define lo que la voluntad de otros decidió por ellas en sus vidas, sino lo que hicieron después, lo que decidieron y llevaron a cabo con la más absoluta integridad y fortaleza.
No se callaron ni se escondieron, no cedieron ante nadie y no lo van a hacer y por ello debemos estarles agradecidos. Sirven a nuestro país con el objetivo de alcanzar una paz de verdad, una igualdad y una Justicia que aún queda un poco lejos, pero que no debemos dejar de buscar. Si ellas no se rompen, no olvidan por mucho que sea más fácil ¿quiénes somos nosotros para hacerlo entonces?
Era un día de lluvia como hoy, el día en el que me di cuenta de que la responsabilidad es de todos y de que mucha razón tiene mi abuelo cuando me dice que, aunque hay que debatir, escuchar, entenderse, nunca debemos dudar de lo esencial. Que nunca se nos olvide quiénes disparaban, quiénes eran disparados y por qué. Que hay ciertas líneas que no se deben cruzar.
