Hay en la carrera de Josep Piqué Camps (1955-2023) un eco de la política de la Restauración: un catalanista conservador a quien un presidente de derechas llamó a ministro para ganar el apoyo político del nacionalismo. Francesc Cambó y Antonio Maura en 1918; Josep Piqué y José María Aznar en 1996. Ministro de Industria y Energía en el primer gobierno (1996-2000), Piqué representó la coligación del catalanismo moderado con la derecha nacional tan solo tres años después de que Convergencia i Unió hubiese hecho presidente a Felipe González. Podría decirse, no sin malicia, que Piqué representaba la cuota del Pacto del Majestic en el Consejo de Ministros de Aznar. Daba al gobierno la voz de un regionalismo tibio, un catalanismo silente, orillando definitivamente la vehemencia de Alejo Vidal-Quadras, cuya cabeza se entregó a Jordi Pujol según lo firmado.
Sin embargo, el encaje de este nuevo «centro catalanista» con el que Aznar esperaba acariciar y a la vez desbancar a CiU no fue el esperado. Al frente del Partido Popular de Cataluña, Piqué quedó muy por detrás de los buenos resultados obtenidos por Vidal-Quadras en 1995. Puede que en otro momento el catalanismo de Restauración de Piqué hubiera tenido mayor arraigo pero en la Cataluña donde pujolismo y regionalismo eran ya la misma cosa, no cabía la opción apaciguadora. La tesis de confrontación con el nacionalismo que representaba Vidal-Quadras la adoptó Ciutadans, nacido en 2006. Con ella obtuvo el prestigio moral y político sacrificado por el PP en el Majestic, y sobre éste luego construyó un proyecto nacional (Ciudadanos) que estuvo cerca de serlo todo.
Aunque economista de profesión, Piqué tenía clara vocación internacionalista y un ojo hábil para la diplomacia. Su trayectoria como ministro de Asuntos Exteriores (2000-2002) queda a veces ensombrecida por la de Ana de Palacio, su sucesora, quien fue titular durante las grandes crisis de Perejil (2002) e Irak (2003), pero no es desdeñable. Su apoyo a Estados Unidos respecto de Saddam Hussein en un momento en que Europa daba la espalda al socio atlántico sentó las bases de la fuerte colaboración hispano-estadounidense que desembocaría en la Cumbre de las Azores (enero de 2003). Más allá del gran error estratégico que supuso la invasión de Irak – que más adelante reconoció –, Piqué supo navegar con mucho acierto el shock del 11 de septiembre, ganando para España el hueco junto a los americanos dejado por Francia y Alemania.
Fue la primera vez en años que España boxeaba por encima de su peso en la política internacional —única actitud con la que pueden asegurarse los intereses nacionales y el crecimiento como potencia. Piqué entendía bien esta premisa. Su libro El mundo que nos viene (2018), en el que analizaba los movimientos tectónicos de la geopolítica global (y que me pareció tenía algo del World Order de Henry Kissinger), lo demostraba.
Como todo libro sobre la actualidad, y más aún en una época de cambio constante como este, el momento ha sobrepasado El mundo que nos viene pero no así la tesis que subyace en sus páginas: en tiempos de cambio, de desorden, de fluctuación de lo internacional, se abren enormes oportunidades de influencia para las potencias medianas como España.
Sin un ápice de pesimismo realista pero tampoco de ilusorio optimismo, animaba a aprovechar los cambios que traía un escenario internacional en ebullición, a situar a España como baluarte del «neo-occidentalismo» en el mundo «post-occidental». Veía a nuestro país con capacidad y recursos para hacerlo, para ser un «buque a flote con rumbo decidido» y no el «buque a la deriva presa de enormes vías de agua» —destino al que muchas veces nos vemos abocados. Conminaba entonces a sacudirse el polvo de la crisis económica e institucional y pujar alto en el concierto mundial.
En verdad Piqué poseía un espíritu regeneracionista. Los estadistas por venir harían buen honor a su trayectoria de servicio a la Nación si tomasen el relevo de sus ideas y las pusiesen en práctica.