Dos mil hombres maniatados, apelmazados en filas, con las piernas entrelazadas en cadena, la cabeza rapada de uno contra la desnuda columna vertebral de otro. Parecen esclavos egipcios sin más indumentaria que su shenti de lino blanco, suficiente para cubrir sus partes íntimas. Son imágenes inhumanas del traslado de los primeros pandilleros al recién construido Centro de Confinamiento del Terrorismo, – una mega prisión – en Tecoluca, El Salvador.
La semana pasada, Nayib Bukele, presidente de El Salvador, declaró que más de 64.000 presuntos pandilleros (en un país de 6,5 millones supone un 1% de la población) habían sido arrestados en menos de un año. Forma parte del Plan de Control Territorial del gobierno salvadoreño para acabar con la gran lacra de la nación: las maras. Con sus actividades delictivas (extorsión, violación, asesinato…) llevaban años amedrentando a los civiles y controlando de facto muchas regiones del país latinoamericano.
De momento, la guerra contra las pandillas está siendo efectiva. En los últimos años, El Salvador ha pasado de tener la tasa relativa de homicidios más alta del mundo a prácticamente erradicar la violencia sistemática. Los niños han vuelto a los parques. La paz parece asentada. Pero ¿cómo y a costa de qué se ha logrado esta paz?
Primero, El Salvador ha sufrido una degradación de sus instituciones y de su calidad democrática. Entre los episodios más sonados de Bukele, destacan la irrupción con los militares en la Asamblea Legislativa para solicitar más fondos para el “Plan”, la destitución de ciertos magistrados constitucionales y la declaración del estado de excepción con la consiguiente suspensión de derechos y libertades civiles básicas.
Segundo, la ejecución del “Plan” ha supuesto una violación flagrante de derechos humanos. El proceso legal establecido en muchas ocasiones se ha sustituido por la arbitrariedad, los abusos o el encarcelamiento de inocentes. Grupos humanitarios denuncian muertos bajo custodia policial. Y el trato a los prisioneros es abyecto e infame, despojándolos de toda condición humana.

Con todo, la mayoría de los salvadoreños apoyan estas medidas. Tras décadas de brutal dolor y sufrimiento, afloran el revanchismo y la venganza.
Ante esta coyuntura, surgen varias cuestiones entorno al controvertido “fin que justifica los medios”. ¿Es asumible socavar el Estado de Derecho para poner fin a tanta violencia? ¿Es conveniente que haya un régimen más autoritario de forma transitoria para expulsar a las maras? ¿De verdad es el iliberalismo la única vía eficaz? Al mismo tiempo, ¿se puede realmente vivir en democracia con unos índices de criminalidad tan elevados? Es un debate de actualidad, similar al de si la democracia es el sistema más indicado para el Afganistán o el Mali del siglo XXI.
Desde una perspectiva utilitaria, ¿maltratar a delincuentes es un coste razonable para el bienestar y la seguridad del resto? ¿La violación de derechos humanos es parte del sacrificio a realizar para la pacificación? Sin embargo, si en vez de justicia prevalece la absoluta desconsideración por la dignidad, si vencen el odio y la venganza, y si se condenan inocentes, ¿qué tipo de paz se estará forjando? La cura podría llegar a ser peor que la enfermedad.
Convendría recordar que la ley de talión, el “ojo por ojo, herida por herida y golpe por golpe” recogida en el código de Hammurabi y en la ley mosaica, fue abolida hace más de dos mil años, cuando se nos enseñó que la dignidad de cada ser humano era sagrada.
Paz, pero cimentada en la justicia y el amor.