«Your servant, Elizabeth R». Con esas palabras firmaba Isabel II su mensaje a la nación británica con motivo de su septuagésimo año de reinado, el pasado 5 de febrero. En verdad desde que ascendió al trono con veinticinco años en 1952, Isabel II no hizo otra cosa que servir a su pueblo con absoluta devoción. La corona cayó sobre su cabeza de improviso, tras aparecer muerto una mañana su padre Jorge VI, y en un momento muy convulso: con un país recuperándose todavía de las heridas de la Segunda Guerra Mundial, al que se le deshacían entre los dedos el imperio colonial y el rango de potencia hegemónica. La «segunda era isabelina», como la llamó Winston Churchill en su discurso tras la muerte de Jorge VI, bien podía haber sido una época de ceniciento declive y sin embargo nada más lejos de la realidad.
A lo largo de los setenta años de su reinado, el Reino Unido ha navegado con éxito las procelosas aguas de la segunda mitad del siglo XX, para ser el país moderno, pujante que es hoy. Isabel II ha encarnado el esfuerzo de esa nación por readaptarse a un tiempo nuevo y encontrar su lugar en un cambiante escenario internacional. Su exquisita neutralidad política y estrictísima observancia del sistema constitucional han hecho de ella una monarca extraordinaria, con capacidad para aportar estabilidad y serenidad en momentos de cambio y de incertidumbre tanto para su país como para el resto del mundo.
Se siente cercana su muerte aun para los que no somos súbditos de la Corona británica. En España, la otra gran monarquía histórica que queda en el mundo, la conexión es particularmente poderosa. La Casa de Borbón y la Casa de Windsor se unieron a comienzos del siglo XX cuando la princesa Victoria Eugenia, nieta de la otra gran soberana británica, Victoria, conoció en un baile en el palacio de Buckingham al joven rey Alfonso XIII, entonces de diecinueve años. También a través la Casa de Grecia y Dinamarca, a la que pertenecía el duque de Edimburgo, se enlazaban las dos familias reales. Isabel II fue además la primera monarca británica de la historia en visitar España, en 1988. Los lazos entre nuestras dos naciones se han fortalecido durante su reinado y gozan de una gran salud.
Su patriótica entrega a la nación británica ha sido y seguirá siendo inspiradora. Más allá de la forma de Estado, monárquica o republicana, y de la confesionalidad, católica o anglicana, la reina del Reino Unido ha sido un símbolo del Occidente político que defiende la libertad del individuo y sus derechos fundamentales, los límites a los poderes del Estado y la economía libre. Ha representado, en definitiva, la presencia histórica de esa Gran Bretaña moderna que desde 1800 es garante de la libertad del hombre frente al poder arbitrario, del equilibrio político en Europa, del orden en los océanos y de la conexión con los hermanos americanos. No pensemos que con su muerte se tambalea Occidente o el modelo que ella representó. Ella fue en vida y lo será en muerte también, uno de esos pilares sólidamente anclados a la tierra sobre los que sostiene nuestro mundo libre.