Transiciones necesarias; transiciones difíciles

No ha habido transición en la historia que haya podido hacerse rápidamente y sin dolor. Ello no quiere decir que no hayan sido necesarias, imprescindibles, y beneficiosas en el largo plazo. Sin embargo no por ello deben ignorarse las enormes dificultades que transiciones tan profundas, como la transición energética, traen aparejadas. Es demagógico presentarlas como unas grandes oportunidades de prosperidad y completamente indoloras. No lo son; nunca lo han sido. Decimos que el cambio climático y la transición energética son retos a los que el hombre no se ha enfrentado nunca, pero buceando en la historia sí se encuentran útiles analogías con las que prepararse para el camino. Olviden el caso del ferrocarril y el coche de caballos; es mucho mejor el de la abolición de la trata y posesión de esclavos en el siglo XIX. La abolición supuso para Occidente la desaparición de un modelo socioeconómico básico en que toda civilización desde la Antigüedad se había empleado.

La edad de las revoluciones produjo el despertar la conciencia ilustrada en Europa lo que hizo, entre otras cosas, que antiquísimas prácticas como la de vender y poseer seres humanos pasaran a considerarse moralmente inaceptables, regresivas y peligrosas para la humanidad en su conjunto. Nada que ver con la amenaza climática, puede decirse. No subestime los peligros que entonces se consideraba podía acarrear la esclavitud. Para un europeo del 1800, diariamente informado por periódicos y panfletos de la carnicería racial ocurrida en la revolución esclava y guerra de Haití (1791-1804), era un peligro latente que la raza negra se levantara contra la blanca y la aniquilara. Abolir era pues un asunto práctico, no solo moral.

Pronto lo entendieron los británicos quienes temieron que la revolución esclava de Haití pudiera extenderse si el tráfico persistía y la población negra superaba a la blanca en el resto del Caribe. En 1807 lo abolieron en su imperio y a partir de 1815, comenzaron a presionar para acabar con el «odioso comercio», como lo llamaban, en todo el mundo. Se convirtió en un objetivo principal de todos los gobiernos, tanto Whigs como Tories –  «parte inalterable de nuestro sistema político, tanto como la propia constitución», en palabras del abolicionista y estadista James Stephen (1758-1832).

Lograr la abolición más allá del Reino Unido y sus colonias no fue un proceso pacífico ni consensuado. Los intentos de acabar con el tráfico de forma pactada, multilateral, en los sendos congresos de potencias europeas (Viena, 1815, Aquisgrán, 1818, Verona, 1822) fracasaron estrepitosamente al no querer los países comerciantes renunciar a algo tan provechoso para sus economías coloniales. Tampoco tuvieron gran éxito los acuerdos bilaterales entre Reino Unido y otros países, que muchas veces llevaban aparejados una compensación económica (a España se le dieron 100 000 libras en 1817 para que acabara con el tráfico cubano) pero que rara vez se cumplían. Fue entonces cuando se pasó a métodos mucho más coactivos. Se estableció un escuadrón permanente de la Royal Navy frente a la costa africana (West Africa Squadron) y el Parlamento legisló en dos ocasiones (1839 y 1845) para sancionar el apresamiento preventivo de buques mercantes neutrales (lo que en definitiva era un acto de guerra) por si transportaban esclavos. Llegaron incluso a bombardearse los puertos de Río de Janeiro (1850) y Lagos (1861) además de amenazarse con un bloqueo naval de La Habana en varias ocasiones. No es descabellado afirmar que el éxito de la abolición se debió principalmente a la dureza de los métodos empleados por los británicos y a los ingentes recursos económicos y humanos (se estiman 17 000 marineros muertos de enfermedad tropical sirviendo en el West Africa Squadron) invertidos con tal fin.

Con todo ello, el tráfico no empezó a decaer significativamente hasta después de 1865 y solo en el Atlántico pues tanto en el Índico como en el mundo árabe, tráfico y esclavitud sobrevivieron hasta bien entrado el siglo XX. ¿La razón? A pesar de lo horrible del drama humano (3.9 millones de personas transportadas desde África hasta las Américas entre 1801 y 1861) y de las razones prácticas para llevarla acabo, los costes eran imposibles de asumir en el corto plazo. Historiadores como Seymour Drescher han llegado a hablar de que gobiernos como el británico cometieron un «suicidio económico» al abolir el tráfico de esclavos. Y es que incluso los mayores defensores del abolicionismo sabían que la esclavitud mantenía a flote la economía de las colonias y estaba íntimamente ligada al precio asequible de los alimentos importados. Las realidades geopolíticas del momento también moderaban el ímpetu abolicionista: ante todo el Reino Unido quería limitar la expansión de Estados Unidos en el Caribe. Abolir la esclavitud en Cuba, por ejemplo, amenazando las inversiones americanas, podía darle el pretexto perfecto al gobierno estadounidense para invadir la isla. 

Ni el movimiento filantrópico ni los imperativos prácticos y morales lograron imponerse inmediatamente a las necesidades del corto plazo. Precisamente por ello durante todo el siglo XIX la Gran Bretaña abolicionista cabalgó contradicciones feroces y muchas veces dio pasos hacia atrás en la lucha por la abolición. Fue el caso del Sugar Act de 1846, que liberalizó la importación de productos agrícolas esclavos (antes prohibidos por cuestión moral) para aliviar el altísimo precio del azúcar y otros alimentos. Con ello se paliaron los efectos de la hambruna de los años 40 y se puso fin a una antigua cultura proteccionista, pero también, al aumentar la demanda, se fortaleció a la esclavitud en Cuba, Brasil y Estados Unidos.

A día de hoy caemos en contradicciones similares. En España, por ejemplo, prohibimos el fracking pero al tiempo importamos de Estados Unidos gas que ha sido obtenido mediante fracking – igual de contaminante en La Mancha que en Dakota del Norte – y que, por cierto, traemos hasta nuestras costas a bordo de buques que no navegan precisamente a vela. Otro ejemplo todavía más disonante: hoy la transición es una necesidad estratégica para no depender del crudo y gas rusos, sin embargo esa misma necesidad estratégica es la que ha hecho a los países de la Unión Europea emplear más carbón (de los combustibles más contaminantes) que nunca para la generación de electricidad.  Y es que igual que los británicos del XIX necesitaban azúcar, nosotros necesitamos energía y la fuente más barata y eficiente continúa siendo la no-renovable.

El ejemplo histórico muestra que el optimismo respecto a una transición (por necesaria y loable que sea, y la abolición ha sido la más loable obra humana) es poco útil. Hoy la transición ecológica está presa de este idealismo: desde todo púlpito mediático, político, climatológico, se proclama que debe realizarse sin demora y lograr un sistema de emisiones cero para 2050. Esta fecha se toma como límite ineluctable, casi como una «hard deadline», para evitar que la temperatura del mundo suba los temidos 2ºC. Pero establecer metas y objetivos no tiene nada que ver con ponerse una fecha límite. De hecho, una fecha límite es contraproducente pues convierte el objetivo deseado en inflexible y por tanto hace más probable su fracaso. La fecha de 2050 se basa en una concepción lineal del desarrollo sociopolítico del mundo e ignora los posibles shocks exógenos a los que ese objetivo necesariamente tendrá que adaptarse. No pensemos solo en una guerra o la hiperinflación; los refugiados del propio estrago climático se moverán hacia zonas más estables y dispararán la demanda de energía, una demanda que la oferta renovable, hoy por hoy, simplemente no puede cubrir. Todas estas complicaciones quedan hoy difuminadas en el aura optimista y a un reto del calado de la transición ecológica, que supone ni más ni menos que una transformación profunda de la economía política mundial, no le van bien las prisas. El sentido de urgencia está llevando a un histerismo en el que, por razón de la propia velocidad, se produce un efecto túnel que hace invisible las complejas problemáticas que toda transición conlleva.

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