A fecha del 2022 es evidente que ha muerto lo que después de la Guerra fría se llamó «la paz liberal» (the liberal peace) – la idea, enarbolada y defendida hipotalámicamente por Estados Unidos, de que poco a poco todos los países del mundo irían evolucionando hacia un sistema de democracia representativa y economía de mercado. La invasión rusa de Ucrania refleja la actualidad de la historia, la presencia de grandes potencias, la estructura multipolar de nuestro sistema internacional. Esa realidad, ya imposible de ignorar, es la que caracterizará las relaciones internacionales de los próximos tiempos. ¿Está Estados Unidos preparado para hacer frente al nuevo paradigma? Para ello debe pensar en el largo plazo, en términos históricos, que es como piensan sus rivales. Y va con muchos años de retraso desde el final de la Guerra fría.
Durante los años del «momento unipolar», como lo llamó Charles Krauthammer, en los que era la única potencia hegemónica del mundo, Estados Unidos se dedicó a promover esta liberal peace pero con una estrategia errática y desnortada, sin un criterio claro de ejecución. Así, se invocaron principios humanitarios para intervenir en Etiopía (1993) y Kosovo (1999) pero esos mismos motivos fueron insuficientes para intervenir Ruanda (1994), donde el genocidio acabó con la vida de 1, 143 000 personas. ¿Estaba Estados Unidos destinada a ser una potencia no ya defensora sino exportadora de los derechos humanos? La propia crisis de esta política exterior humanitaria – imposible de llevar a cabo – contribuyó a que poco a poco el paradigma de hacerle la guerra «al terror» y no a la «crueldad» fuera volviéndose el preeminente en el pensamiento estratégico americano.
Entre 1997 y 2013, Estados Unidos estuvo obnubilado por la abstracta amenaza del terrorismo islámico. A veces la representaban países (Irak, Afganistán); otras, organizaciones esparcidas por lo ancho de Oriente Medio y África (al-Qaeda, ISIL). Noqueada mental y moralmente por los atentados del 11 de septiembre, la mayor superpotencia de la historia inició una guerra sin cuartel contra un enemigo invisible que drenó durante años sus recursos económicos, militares y estratégicos. A la lucha contra el terrorismo además se dio un valor de choque de civilización: libertad (Estados Unidos) contra terror (el resto). Se convirtió en extensión misma de la misión de la liberal peace pues el fin último de la guerra contra el terror era acabar con los regímenes políticos que lo sustentaban o que simpatizaban con él. Estados Unidos se enfrentó entonces al dilema del regime change: ¿es legítimo derrocar a un gobierno si existe causa para ello? ¿Qué sospechas legitimarían ese intento? Y, ¿es viable política y económicamente lanzarse a una misión de cambio de régimen en el extranjero? Las respuestas a estas preguntas se han hecho patentes años después, tras ponderarse el trauma de la invasión de Irak y las dos décadas de fracaso en Afganistán.
Abstraído en el excepcionalismo desde su city on the hill, Estados Unidos no vio que las antiguas grandes potencias con las que había compartido el mundo recelaban de la paz liberal pues la consideraban la máscara filantrópica del viejo imperio norteamericano. Comenzaron a porfiar por un nuevo orden internacional en el que Estados Unidos no rigiera los destinos de todos y tuviera que compartir el poder con quienes representaban tanto poder, población, y riqueza como él.
Estados Unidos no vio las señales. Visto a posteriori (o with the benefit of hindsight, como decimos los historiadores), la idea de la paz liberal lo había sumido claramente en la irracionalidad. Consideraba inconcebible que después de 1989 se fuera a seguir pensando en imperialismo o conquista. Era razón de ser que todas las naciones se echaran al camino del liberalismo, el comercio internacional y los derechos humanos porque, ¿cómo se iba a preferir otra cosa? Bajo esa ilusión no solo se intervino en Irak (2003) sino que también se expandieron las fronteras de la Unión Europea y la Alianza Atlántica hacia el este, pues representaban los pilares de ese liberalismo triunfante al que no había razón lógica para oponerse (por muy soviético que se hubiera sido). Ese sueño liberal también hizo que se pensara que China sería un socio comercial fiable, que el capitalismo erosionaría el autoritarismo de su Partido Comunista, y que la interdependencia económica haría inviable cualquier alteración del statu quo sobre Taiwán o el Mar de la China Meridional.
Estados Unidos no pareció darse cuenta de lo ciego que había estado hasta la década de 2010 cuando fracasó la primavera árabe, China desembarcó en su mar meridional, Rusia anexionó Crimea, e Irán desafió al mundo aspirando a lograr la bomba nuclear. Tan abrupto fue el despertar del sueño liberal que el presidente más idealista de todos, Barack Obama, fue el que tuvo que proclamar un regreso a las bases del realismo con su «pivot to Asia» (giro hacia Asia), respondiendo así a la nueva realidad histórica. Qué bien reflejan esta caída del caballo las memorias de Ben Rhodes, que fue vice-consejero de seguridad nacional de Obama, tituladas The world as it is (El mundo tal y como es).
A pesar del giro de Obama, Estados Unidos aún camina insegura por el desierto: todavía fantasea con que esta pesadilla pertenezca al mundo de los sueños y que el mundo de la liberal peace sea lo que aguarda tras despertar. Lo hace porque es doloroso enfrentarse al error que cometió al dar a la historia por muerta al término de la Guerra fría. La historia no ha resucitado – ello implicaría que en algún momento murió y que por tanto la estrategia de liberal peace fue acertada. Nunca se fue; no regresa de ningún lado.
Sabiendo esto, la invasión rusa de Ucrania, si bien impresiona por su ilegalidad, no debe sorprender por su imprevisibilidad. Es la acción de una potencia que actúa de acuerdo a su historia, como en el mundo abundan y no precisamente del lado de los occidentales.
La política exterior de Vladimir Putin está marcada por la obsesión de la seguridad, axioma de la historia rusa. Esto es algo de lo que no lo disuadirán ni las sanciones occidentales ni el sufrimiento del pueblo ucraniano. La expansión de la OTAN, una alianza conformada en 1949 para enfrentar al Estado antecesor de la Rusia moderna, hacia territorios antes controlados por Moscú iba a suponer un shock geopolítico al que el Kremlin, por pura inercia histórica, respondería con vigor. Porque no es distinta, a su modo de ver, de la invasión de los mongoles en 1237, de la de Napoleón en 1812, ni de la de Hitler en 1941. Ucrania es para Putin lo que Polonia fue para Stalin y para los zares: un colchón frente a las amenazas provenientes del oeste; el pensamiento de unos y otros, a un lado y otro de la historia, es el mismo. Una anécdota que lo ilustra: en 1945, poco antes de la conferencia de Potsdam, el embajador americano en Moscú, Averell Harriman, se acercó a Stalin y le dijo «Mariscal, debe de sentirse muy orgulloso de haber llegado finalmente hasta aquí, hasta Berlín, después de todo lo que hemos vivido», y Stalin le contestó «El zar Alejandro llegó hasta París». Sesenta años más tarde, en 2005, Putin declaró que la caída del telón de acero había sido la mayor catástrofe geopolítica de la historia rusa.
El presidente ruso, sin embargo, no es el único que mira al pasado. En el Asia-Pacífico Xi Jinping busca revertir el «siglo de la humillación» que para la orgullosa China imperial fue el XIX. Los europeos, a razón de sus injustos tratados comerciales impuestos por buques de guerra, se hicieron con el control directo de China, cuyos intentos de defensa fueron brutalmente reprimidos (en sendas guerras del opio, rebelión de los bóeres…). Hong Kong se recuperó del Reino Unido en 1997 y la importancia que tiene para el régimen de Xi que esta ciudad esté firmemente controlada por Pekín radica en que es la cicatriz del colonialismo en el costado de China. Las protestas a favor de la independencia y la democracia son los resquicios de lo que dejó allí Occidente. Taiwán es, de igual forma, una herida en el orgullo histórico chino. No es una amenaza militar ni económica como sí lo es histórica: recuerda que el Partido Comunista chino fracasó tras la guerra civil en unificar China y que otra China (la de Taiwán) aún reivindica la soberanía completa del país. Que una parte de China escape al control de la China “verdadera” (la comunista, para Xi), representa el fantasma decimonónico y Xi no está dispuesto a que la historia lo recuerde como el que consintió que la humillación perdurase. Hoy Ucrania desvía el foco pero es importante recordar que Xi mira a Taiwán con los mismos ojos que Putin mira a Kiev.
Como vemos, Estados Unidos se une ahora a la partida ya empezada del juego de las grandes potencias, cuyas normas la ilusión de la unipolaridad le hizo creer habían cambiado por las de la paz liberal. Debe por tanto plantearse un cambio de estrategia. Debe entender que el espíritu de la historia motiva a sus rivales y que es vital comprenderlos para contrarrestarlos en el futuro porque en este no se atisba una nueva posibilidad de unipolaridad. La guerra de Ucrania no derrocará a Putin ni convertirá a Rusia en un paria aislado de la comunidad internacional como Corea del Norte. Pensar lo contrario, que esta guerra es el último coletazo de la historia pilotada por un demente, es entregarse de nuevo al idealismo que tanta ventaja nos quitó en años pasados. Volvemos a un mundo de grandes potencias en el que una sola no logrará imponerse sobre las demás y en el que, como antes del momento unipolar, tendrán que convivir, en el mejor de los casos, y coexistir, en el peor.